Hay muchas razones por las que te dejé marchar, y una muy grande fue esta. Lo siento...
***
"El primer recuerdo que tengo de mi madre es
ella en una vía de tren. Yo debo de tener unos tres años. En realidad no
tengo ni idea, pero mi hermana piensa que yo rondaba los tres años por
aquel entonces. Vuelvo a este recuerdo de mi madre a los dieciocho años,
cuando acudo a la psicóloga de la universidad porque acabo de someterme
a un aborto y no puedo terminar mis clases. Para conseguir que me
excusen, debo demostrar que tengo un trauma psicológico, así que acudo a
esta mujer con bastante reticencia para hablarle de mis problemas. Me
siento incómoda, pero me muestro racional. Ella se parece a Susan
Sontag, con el cabello veteado de gris, una franja canosa simétricamente
ubicada a ambos lados de su cabeza. Me pregunta qué me ha llevado hasta
allí. Yo suspiro y hago una pausa. Estoy sentada en un puf de cuero
marrón, en una postura obstinadamente retorcida. Le hablo sobre mi
madre.
Toda mi vida he vivido en una familia que eludía hablar de
mi madre y su enfermedad. Todos nos las hemos arreglado para hablar lo
menos posible del tema a lo largo de los años: mi madre lleva toda su
vida lidiando con sus problemas mentales, pero nunca hablamos de eso. Al
contrario, todos tratamos de ignorar el inmenso pozo de angustia en el
que se halla sumergida y hasta el que nos ha arrastrado también a los
demás. Esa es nuestra realidad. No soy capaz de imaginar una vida mejor,
o diferente, una vida que no esté repleta de inminentes momentos de
lucha emocional. Vivir con mi madre siempre ha sido sinónimo de vivir en
un continuo estado de terror. La mayoría de los días, nosotros (mi
padre, mi hermana y yo) éramos incapaces de adivinar qué sería lo que
encendería la chispa. No tenía malicia ni maldad; al contrario: nos
desarmaba con su inocencia. Tan cariñosa y a la vez repleta de
tensiones, como una goma elástica en torno a una cuchilla. Este es el
único motivo por el que siempre he estado y siempre, siempre, siempre estaré al servicio de mi madre.
Cuando
era más joven me las arreglaba para transformarme, para ser más fuerte y
más paciente, de modo que pudiera custodiar sus sueños, pero en algún
momento del proceso de mi propia maduración me di cuenta de que
anteponer su felicidad a la mía acabaría de forma nefasta para las dos.
Mi identidad cambiaba constantemente por su culpa, oscilando entre las
dos mitades de mi ser, la que intentaba complacerla y la que intentaba
vivir.
Mi madre había sido violenta desde que yo pudiera recordar,
su ira la inundaba en punzantes oleadas. Sin embargo, su violencia no
siempre era física. A veces utilizaba las palabras como arma,
atravesando todas y cada una de las fibras de mi ser. Esto sucedía con
frecuencia, como un interruptor que se enciende y se apaga. Mi madre,
como si fuera mi propia supervillana de Marvel, podía pasar de ser buena
a ser mala en un momento, de amable a diabólica en segundos. Un huracán
de desastroso caos; era histérica y amenazante, resuelta en sus actos
debido a la velocidad a la que se transformaba. La más pequeña nimiedad
era capaz de desencadenar su ira. Su ímpetu era poderoso, vertiginoso y
peligroso. A veces bromeábamos y ella se reía con nosotros; a veces
bromeábamos y ella empezaba a gritar, a golpearnos a mi hermana y a mí
con lo que tuviera a mano: una sandalia, un rodillo de cocina, un palo
de escoba. Una vez me golpeó con el extremo de una percha metálica siete
u ocho veces porque una amiga a la que había invitado a casa llevaba
unos shorts muy cortos. Mientras me golpeaba recuerdo que me decía,
"¡Como te vea con unos shorts así te vas a enterar!". Tuve la espalda
magullada durante meses.
Yo oscilaba entre las dos mitades de mi ser: la que intentaba complacerla y la que intentaba vivir.
Mi
recuerdo más aterrador de mi madre fue cuando yo tenía doce años y mi
hermana diecinueve. Estos son los hechos de aquel día, que aún recuerdo:
escucho a mi hermana chillar. Inconfundible como una huella dactilar,
una letanía de traiciones. Conforme grita, mi madre le devuelve los
gritos, agudos e implacables: un aullido gutural, despiadado e iracundo
que sale de su interior a borbotones como lava ardiendo. Ese suave
murmullo —esa chispa ligera y acogedora que normalmente reside en su
interior— se ha esfumado. Su calidez ha sido vencida por su crueldad.
Mientras
escucho a ambas gritar, salgo del jardín trasero y entro torpemente en
la sala de estar, donde creo que se encuentran. Veo a mi madre, con el
cuerpo empapado de insatisfacción, agarrando un enorme cuchillo de
cocina con la mano derecha. El mango es negro y sus nudillos están rojos
y blanquecinos. De repente, mi madre se mueve impulsivamente como un
relámpago, combativa, determinada, y trata de apuñalar a mi hermana sin
piedad.
Un día antes había estado sentada con ella en la misma
mesa en torno a la cual ahora perseguía a mi hermana. Le había hablado
de chicos y ella me había escuchado comprensiva. Puedo recordar muchos
bellos momentos de lucidez como este, en los que mamá era absolutamente
perfecta. Quería tener ese tipo idealizado de madre con todas mis
fuerzas y quizá ella también deseaba desesperadamente desempeñar ese
papel. Pero en este momento está llena de furia, con los ojos abiertos
en una mueca tiránica. Los iris de sus ojos parecen grandes discos
negros y el blanco, yuxtapuesto, destaca como la nieve, enorme y
maníaco. Su cabello es un nudo enmarañado sujeto en la parte posterior
de su cabeza y varios mechones vuelan en torno a su cara como llamas.
Lívida y estallando de ferocidad, se lanza sobre mi hermana con torpe
precisión. Mi hermana grita y grita y grita mientras corre en torno a la
mesa, como si corriera sobre raíles que forman un círculo infinito que
sigue y sigue, un bucle que jamás termina. Mientras observo, de repente
mi madre se fija en mí. Ahora soy yo su presa. Soy el transeúnte casual
que acaba sepultado bajo una montaña de escombros. Yo también empiezo a
correr, y la hoja del cuchillo me pasa rozando varias veces. La oigo
clavarse en la madera de la mesa, después en la pared. Mi hermana no
deja de chillar.
Ojalá pudiera detener ese momento en el tiempo,
detenerlo de modo que las tres fuéramos como tres moléculas suspendidas
en el aire, vibrando al ritmo de la furia. Es como una interrupción
onírica de nuestra realidad, la realidad en la que todos desempeñamos
nuestro papel en nuestra farsa magistral, la realidad en la que somos
una familia. Pero ahora ella está arruinando esa fachada, atravesando el
aire que rodea nuestros cuerpos con un cuchillo y, mientras sucede, me
doy cuenta de que no hay marcha atrás. Hemos atravesado determinado
umbral. Es imposible volver atrás e intentar actuar con normalidad
cuando ha sucedido algo así. ¿Desde qué punto podríamos volver a
empezar?
He repetido en mi mente este recuerdo una y otra vez,
como una canción que no puedo quitarme de la cabeza. La melodía me
resulta familiar, pero odio la letra. Lo revivo en mi mente una y otra
vez para tratar de recordar los fragmentos rotos. ¿Qué partes he
olvidado en todos estos años? ¿Lo recuerdo tal cual pasó? ¿Me he
inventado alguna parte? ¿Sigue siendo un recuerdo nítido o se desdibuja
como la difracción de un caleidoscopio? ¿Fue tan terrible en realidad?
En
mi recuerdo, mi madre para cuando interviene mi padre y la empuja
contra la pared con las patas de una silla. Solo le recuerdo
vociferando: "¡Para, para!". Pero hablando en inglés, no en bengalí. Y
ahí se acaba todo. Ella resopla, con los ojos todavía abiertos de par en
par, y yo estoy escondida junto al televisor, deseando que mi vida
fuera mejor y menos dramática a mis doce años.
Cuando
era más joven encontraba consuelo en las tragedias griegas, en la
Commedia Dell'Arte, en Shakespeare, en los ecos de Tagore. Me sentía
reconfortada porque veía mi propia vida como una tragedia. Una vez
interpreté una mitad de Los enamorados ("Gli Innamorati")
sobre el escenario y mi profesor de arte dramático me dijo más tarde que
yo poseía entusiasmo y vida y que podría... No, que debía ser actriz.
El motivo para ello, imagino, tiene dos vertientes. En primer lugar,
porque había visto todo el espectro de las emociones humanas
representadas en el rostro de mi madre, sin descanso, siempre en
movimiento. En segundo lugar, porque llevaba muchos años siendo una gran
actriz. En ocasiones he luchado interiormente para saber cuál era mi
propia realidad: si soñaba con una madre que no me hiciera daño a mí, ni
a mi padre, ni a mi hermana, ni a sí misma, ¿podría transformar mi
vida? ¿Lograría salir de esta jaula y escapar de sus garras? ¿Podría
hacer mi sueño realidad y salvarme a mí misma y a las personas que
quería?
A muy temprana edad aprendí a mentir sobre mi vida porque
la locura de mi madre era algo que ocultaba constantemente. Ella siempre
se hallaba en un perpetuo estado de fuga y yo siempre era la elegida
para salvaguardarla, porque en cierto modo yo era su favorita.
Completamente ignorante de la plétora de secretos que ocultaba mi madre,
los lugares tristes y terribles en los que residía, comencé a ver su
enfermedad solo como un fraude, como una carga ineludible... Pero no
para ella, sino para mí. Jamás pensé en cómo le afectaba a ella su
enfermedad, solo pensaba en cómo me afectaba a mí. De modo que,
ignorante de la auténtica profundidad de su dolor, empecé a odiarla.
Echando la vista atrás, pienso ahora en ella como en una persona que
trataba desesperadamente de mantenerse a flote, pero en aquella época,
en medio de la soledad de mi infancia, confundía su comportamiento con
simple crueldad. Su sensibilidad errática era demasiado volátil para mí.
La odiaba. Durante años y años me apoyé en mi ira y mi resentimiento,
en mi miedo, porque la odiaba profundamente. Solía rezar para que
muriera con las manos firmemente entrelazadas, albergando la esperanza
de que, si rezaba suficiente, realmente moriría.
Y estaba obsesionada con la idea de su muerte.
Empecé
a contarme a mí misma historias para poder soportar la situación. Fue
mi forma directa de lidiar con la realidad y vivir en ella. Tumbada en
la cama junto a mi hermana, durante muchos meses después del incidente,
repetía en mi cabeza aquel recuerdo una y otra vez. Nuestros cuerpos, el
de mi hermana y el mío propio, escapando por poco de la hoja del
cuchillo. El movimiento por impulsos de mi madre, los saltos y las
carreras, la inercia que nos hizo retroceder, el movimiento de ataque
errando por pocos centímetros nuestros cuerpos, sin aliento como
corredoras de maratón. ¿Qué habría pasado si después de tanto correr nos
hubiera clavado el cuchillo finalmente? A modo de catarsis yo solía
imaginar todas las versiones diferentes de las infinitas posibilidades
que me venían a la mente. Como si me encontrara en un universo paralelo
en el que mi madre realmente nos hubiera matado a las dos.
Creía
que quizá conseguiría tras la muerte el amor que merecía. Quería que mi
madre sufriera al ver cuánto daño nos había hecho. Si sus manos se
hubieran manchado con nuestra sangre, tal vez aquella habría sido la
venganza que yo necesitaba por tener una madre tan horrible; un final
perfecto para alguien que interpretaba tan perfectamente a la villana de
mi propia tragedia personal.
A principios de
este mes, llamo a mi madre por Skype y ella me cuenta un chiste extraño
sobre culos que me deja descolocada. Mi reacción inicial es de
frustración. Yo estoy comiendo mientras hablamos y los detalles son
obscenos, con tintes sexualmente perversos. Así es el humor de mi madre,
grotesco y absurdo; su espíritu enjaulado ha resucitado para
convertirse en una nebulosa depravada que compite por la atención de su
hija. Me recuerdo a mí misma que es una persona y trato de verla bajo la
suave luz de todas sus desgracias. En este momento ella es una persona,
sin adjetivos, sin títulos, sin nada que la califique. En este momento,
cuando me cuenta ese chiste, no es... nada. Nadie. Solo una persona. La
he odiado por la madre que no pudo ser pero, ¿qué pasaría si pudiera
amarla por la persona complicada que es?
No necesita mi
clemencia, pero en ese momento yo la absuelvo de todo. Tiene los ojos
vidriosos, como un perrito que llora. Como un animal que ha visto el
peso del mundo y aun así ha conseguido salir de su caos una y otra vez,
intentando desesperadamente ser alguien trascendente. Desea que la
observen por todo lo que es, por todas sus debilidades y, en la virtud
de las sombras y en la familiaridad de nuestra relación —madre e hija—,
deja escapar todas sus peculiaridades como un bostezo que lleva toda la
vida pujando por salir. Frente a nosotros (mi hermana, mi padre y yo)
desea ser aceptada por todo lo que es. Como yo, desea que se le permita
ser complicada, pero no puede ser: la sociedad no le deja. Me doy
perfecta cuenta de todo eso cuando la veo, tan infantil. Su piel está
tensa, estirada sobre su rostro como un lienzo.
Me parezco mucho a ella, incluso aunque las arrugas en torno a sus ojos destacan como diamantes.
Si soñara con una madre que no me hiciera daño a mí, a mi padre, a mi hermana o a sí misma, ¿podría transformar mi vida?
Dice
algo, pero yo estoy muy lejos, preguntándome cómo habría sido mi
felicidad de no haber sido por el deterioro de mi madre. No puedo
concebir una vida en la que sus palabras, sus trucos o sus manos no me
hicieran daño. He vivido bajo su dictadura, temerosa de ser yo misma.
Sin embargo ahora estamos calmadas, hablamos de tú a tú. Sonríe de medio
lado y pregunta, como si notara mi distancia: "¿Por qué no me
quieres?".
Al principio me muestro impaciente, le espeto una respuesta brusca. Su mirada es dulce, amable incluso en medio del dolor.
Esta
es la verdad: sí que la quiero. Me distancié hace tiempo para salvarme a
mí misma. No quería naufragar en el purgatorio donde residí durante
casi diecinueve años de mi vida, así que huí. Ahora hay literalmente un
océano —o dos— que nos separan. Hablo con ella cuando puedo. Le pido que
tome su medicación, pero siempre de forma suave y educada, nunca
ordenando nada, siempre 'sugiriendo'. Entiendo que su mayor temor es
saber que está loca y no puedo culparla por ello. Gran parte de
su vida transcurre en los espacios que determinan quién no puede ser.
Muchas de las cosas que nos hizo cuando éramos pequeñas —y en ocasiones
todavía en la actualidad— fueron provocadas por un movimiento de
búsqueda. Mientras trataba de hacernos daño, estaba intentando al mismo
tiempo redescubrirse a sí misma. Nos hace daño porque somos la única
cosa de este mundo que tiene valor para ella y lo hace de forma
autodestructiva, porque también se hace daño a sí misma. No es
precisamente un premio de consolación, solo es mi opinión, porque en
aras de mi propia cordura necesito reconciliarme con ella y con las
cosas que ha hecho. Para poder perdonar, necesito ver su dolor de todas
las miles de formas que ella lo ve.
Sea por el motivo que sea, ya
no siento rabia dentro de mí. Lo cierto es que eso mismo podría haberme
pasado a mí perfectamente. Veo muchas cosas de mí misma en ella: el
modo en que escucha mis historias acerca de ser una persona, de viajar,
de trabajar, de escribir y, aunque me ofrece siempre consejos inútiles,
veo el modo en que se le ilumina la mirada cuando comparto mis historias
con ella. En esos momentos su humanidad prevalece y los recuerdos
dolorosos y violentos se desdibujan. Se convierten en fantasmas que
existen pero que no perduran. He aprendido que crecer significa
perdonar. Como Bertha Mason, sentada en aquella sala dorada con vistas a
los páramos y las verdes praderas, la enfermedad de mi madre es brutal y
vengativa, y ha regido su vida entera. Cuando tus padres están
enfermos, en cierto momento debes dejar de juzgarlos... a veces.
Y luego otra vez la pregunta. ¿Qué le debo en realidad?
Ella
me maltrató, pero aun así le quiero. Es complicado y evoluciona
constantemente, pero estos días la odio cada vez menos porque la veo por
todo lo que es, no solo como mi madre. La veo como una adulta
fracasada, una persona que no debería haber tenido hijos, pero también
como una víctima de su tiempo, de su propio maltrato, del maltrato del
que nunca habla. Siendo una artista del odio hacia sí misma, mi madre se
convirtió en un monstruo como respuesta a las brutales expectativas de
la sociedad con respecto a lo que debería haber sido. Nunca ha sido
feliz, y eso duele. Para mí, la línea que separa la bondad y la maldad
de mi madre está muy desdibujada. ¿La culpo de las cosas? Por supuesto.
Pero estoy empezando a comprender que mi viaje no tiene por qué estar
definido por el suyo.
Mi madre siempre se agita. Quizá sea
para recordarse a sí misma que sigue viva, o quizá porque la quietud es
demasiado terrorífica para ella, demasiado cercana a la muerte. Cuando
está sola debe enfrentarse a sus demonios y no está lista para ese
final, todavía no. No recuerda nada de lo que nos hizo. A veces incluso
nos acusa de haber exagerado en nuestras reacciones, de habernos
inventado mentiras, pero actualmente no necesito nada de ella. Mientras
la observo a través de la pantalla de mi MacBook, me recuerdo a mí misma
que algún día morirá. Mi corazón se inflama e inunda mi pecho de dolor.
Mis ojos se humedecen, pero no soy capaz de llorar delante de mi madre.
De modo que, con paciencia, respiro hondo. Asiento con la cabeza y
sonrío, y la escucho mientras me cuenta su chiste sobre culos."
Tomado de Broadly.

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