Estaba anocheciendo. Los pájaros terminaban sus canciones: el sol se iba a poner.
Una música extraña, pero suave comenzó a sonar en la habitación. La
brisa soplaba por la ventana, el horizonte a lo lejos sostenía la puesta
de sol.
Me cogió de la mano y me tiró hacia él, con suavidad.
Saboreaba cada instante, cada beso. Se separó de mí un momento y comenzó
a encender velas rojas. Ya casi no quedaba sol, tan solo unos cuantos
resquicios de luz roja que lograban tímidamente entrar por la ventana.
El sonido de tambores africanos, voces y flautas inundaba cada rincón
de la habitación. Comenzamos a desnudarnos. Nos tumbamos en la cama y
seguimos con nuestros cuerpos el ritmo de la música. Arriba, suavemente
abajo, a una cadencia sin igual, sin importancia, eterna, suave,
sensual, infinita.
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