lunes, 15 de julio de 2013

Infinita

Estaba anocheciendo. Los pájaros terminaban sus canciones: el sol se iba a poner.
Una música extraña, pero suave comenzó a sonar en la habitación. La brisa soplaba por la ventana, el horizonte a lo lejos sostenía la puesta de sol.
Me cogió de la mano y me tiró hacia él, con suavidad. Saboreaba cada instante, cada beso. Se separó de mí un momento y comenzó a encender velas rojas. Ya casi no quedaba sol, tan solo unos cuantos resquicios de luz roja que lograban tímidamente entrar por la ventana.
El sonido de tambores africanos, voces y flautas inundaba cada rincón de la habitación. Comenzamos a desnudarnos. Nos tumbamos en la cama y seguimos con nuestros cuerpos el ritmo de la música. Arriba, suavemente abajo, a una cadencia sin igual, sin importancia, eterna, suave, sensual, infinita.

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